Artículo cedido por Tocado
Jordi Trilles es general manager de Redken y Pureology y un apasionado comunicador. Licenciado en Ciencias de la Información por la Universitat Autònoma de Barcelona, pronto orienta su carrera profesional hacia el mundo de la empresa. Entra a formar parte de la familia L’Oréal en el año 1992, primero como comercial y jefe de Ventas de L’Oréal Professionnel y más tarde como director de Ventas de Redken, director de Grandes Cuentas y director comercial de L’Oréal Professionnel. Sin duda, la suya es una carrera de fondo y su reto apoyar a los peluqueros que quieran llegar lejos como empresarios de éxito.
Absorbidos como estamos por la vorágine implacable de los problemas cotidianos, a menudo olvidamos que la vida es una sucesión de hechos naturales, que los humanos nos empeñamos constantemente en complicar. Y lo que vale para la vida también es atribuible a los negocios y, por supuesto, a la peluquería. Todo es más simple de lo que parece y en la simplicidad podemos encontrar esos momentos que nos harán más felices.
Ser peluquero es una profesión que se vive desde los inicios como una oportunidad para expresar un sentimiento innato hacia la belleza. Inspirar, transformar o crear no es algo que necesariamente emane de nuestro pensamiento racional sino de lo más primario, lo más simple: las emociones. Sin embargo, con el tiempo, esto puede llegar a olvidarse y lo que empieza por una ilusión -el primer día de curso, el primer trabajo, el primer lavado, el primer peinado, el primer corte, el primer color…- llega a derivar en rutina, hastío, desinterés por la profesión. ¿Qué ha pasado? Hemos descubierto que no todo era tan bonito, que todos los días existen problemas y no los sabemos afrontar.
Cuando abres una botella de champán, el tapón sale disparado con muchísima fuerza. Es el gas que actúa como elemento detonador y que revierte después con cientos de burbujas en el interior de la copa. Es un momento de euforia, alegría desbordada, ruido, fiesta, pasión. Poco a poco, el gas se disipa en contacto con el aire y, si no se bebe a tiempo, el champán se desbrava y pierde su sabor. Así pasa con las personas. Las burbujas de la motivación se van dispersando entre la pereza de los lunes y el agobio de los sábados. Al final sólo queda una copa vacía o, en el peor de los casos, la botella entera.
Lo importante es mantener siempre el espíritu vivo, las inquietudes y las ganas de aprender y enriquecerse como profesional y como persona. Pero las sociedades de hoy sufren una pérdida de valores que nos empujan a una pérdida de identidad. Al final, eso pasa factura. "¿Para qué esforzarse tanto?", "¿Para qué luchar?", "Y con la crisis ¡buf! todo es tan difícil…". Pero es ahí, entonces, en el peor de los momentos, en la situación límite, donde las circunstancias nos obligan a demostrar nuestra auténtica fortaleza, cuando tenemos que acordarnos de la sucesión natural de las cosas, del devenir del ser, de encontrar en la simplicidad la respuesta necesaria.
Porque la respuesta está siempre en uno mismo. Al final, todos los días tenemos la posibilidad constante de elegir: si desayunamos cereales o mortadela, si vestimos en plan pijo o en plan gótico, si vamos andando o en autobús, si nos peinamos con flequillo o con cresta, si utilizamos tintes buenos o baratos, si sonreímos a las clientas o les ponemos cara de perro, si hacemos del día a día de la peluquería un acontecimiento o una tortura china.
Hagamos que las cosas más simples y naturales fluyan. Saquemos lo mejor de nosotros mismos. Todos/as lo tenemos. No escondamos bajo tierra, cual lombrices, las virtudes que hacen del ser humano algo excepcional. Podemos construir nuestro futuro.
El salón debe ser el ámbito donde irradiar las buenas vibraciones y, con ellas, la energía y el optimismo para progresar.
Tan fácil, tan simple, como hacer de una sonrisa la piedra filosofal.
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